miércoles, 7 de noviembre de 2018

Te rompes.

Te rompes. Y sientes que no habrá nada que vuelva a hacerte sentir ese cosquilleo tras las orejas, ese murmullo de caricias que recorren tu piel. Pero lo haces, encuentras esa canción, ese olor, esa persona, esa caricia, ese animal, esa planta, esa escena, ese libro que te devuelve a la vida y te empuja a empezar toda una vida de sonrisas y lágrimas desde cero. Lo encuentras. Y te vuelves a romper.

A veces te rompes solo, a veces alguien juega el papel de verdugo y te ayuda a tensar la soga que ya llevabas atada al cuello. Cuando te acostumbras a esa rotura sabes que el ciclo se hace inestable, inseguro, irregular. Ya no puedes predecir cuando te vas a romper, sabes que va a ocurrir, que algo, alguien, la nada, te va a romper. Y te rompes. Con cada rotura desaparece un poco de tu alma, o se esconde, porque ya no la ves cuando sonríes ni cuando piensas a solas, ya no está. 

Me he roto tantas veces que he perdido la cuenta. Me he roto sola y con ayuda, con mucha ayuda, ayuda de personas que ya no están en mi vida, y con ayuda de muchas otras que continúan en ella. No recuerdo cada vez que me rompí, pero he acabado entendiendo que a veces es necesario, y que he tenido que romperme en muchas ocasiones distintas para ir construyendo poco a poco la persona que soy ahora mismo. Echo mucho en falta la persona que era antes de romperme cada una de esas veces, pero no cambiaría nada de lo que ha sucedido.